jueves, 15 de enero de 2015

Jhericó y los habitantes de la noche -capítulo 4-

  Caminar sin rumbo fijo en la noche puede ser muy peligroso, hacerlo después de haber tenido un enfrentamiento con un grupo de pandilleros nocturnos y, más aún, cuando te han echado de un club de lujo de forma "pacífica" son ya palabras mayores, y el peligro ya no es tal, sino mortal.
  Estas reglas pueden parecer aplicables a cualquier personaje que deambule por la noche; pero las reglas y Jhericó hace mucho tiempo que no circulan en el mismo sentido, así que Jhericó comienza a andar en sentido contrario al que le indica el portero, manías sin justificación alguna, pero para Jhericó obedecer es una palabra que no aparece mucho en su "Diccionario de costumbres".
   Diferenciar la oscuridad de la noche de las sombras que acechan en ella, es la línea que marca la vida de la muerte y si alguien es capaz de discernir esa delgada línea es sin duda Jhericó; nada más doblar la esquina para adentrarse en la calle contigua al club, se funde con la noche al amparo de los grandes contenedores de la basura y espera.

                            - ¡Maldito hijo de puta! ¡Dónde cojones se ha metido...!

    Es cuanto se oye en el silencio de la noche cuando aparecen dos hombres al principio de la calle. Desde su escondite, Jhericó ve cómo el segundo de sus perseguidores reprocha con gestos que le indican silencio al parlanchín grandullón que se lo toma a risa y la emprende a empujones con su compañero. Entonces es cuando Jhericó mira entre las sombras, porque la oscuridad no se mueve, las sombras sí, y si están por encima de su cabeza aún más. Jhericó se funde aún más si cabe con la protección que le ofrecen los contenedores y se prepara para lo que sabe que va a ocurrir solo que desconoce las proporciones del peligro. Las sombras comienzan a moverse en torno a los dos ignorantes que, pistola en mano, se creen cazadores en un mundo al que no pertenecen: La noche.
  Los sonidos se hacen más patentes por segundos y la respuesta por parte de los matones no se hace esperar: la tronera de balas ilumina la noche centelleando hasta que enmudecen.
  Jhericó mira ahora a los pobres ignorantes que, desarmados, quedan a merced de las sombras que siguen rondando a su alrededor. Jhericó ve como algo se mueve frente a los dos matones, sacude su cabeza como si quisiera aclararla, pero la imagen sigue frente a los aterrados matones que son incapaces de reaccionar. "¡Por todos los Dioses!" Se dice para sí Jhericó cuando ve claramente al Ser que lentamente va bajando al suelo: es enorme, sus alas asemejan a las de un murciélago pero éstas terminan en algo muy semejante a una espada y, en medio de las alas, por donde se recogen tiene unas manos con uñas que parecen garras. Es totalmente negro y tiene una musculatura que le confiere una fiereza acorde con su cara, si el diablo tiene rostro, sin duda éste no tiene que diferir mucho de él.    Antes de que Jhericó pueda siquiera respirar el Ser mueve sus alas: la derecha  inflige una hostia tan fuerte al grandullón de los matones que éste sale despedido estrellándose en la pared, para cuando cae al suelo ya está muerto y su cabeza casi ha desaparecido. El ala izquierda se inserta como una espada tan violentamente en el cuerpo del otro matón que éste sólo puede abrir mucho los ojos mientras su cuerpo, insertado en la espada que asemeja el final del ala,  sube a la altura de la cara del Ser. Éste le mira y tras abrir su boca, llena de dientes afilados como cuchillos le arranca la cabeza de un bocado y la escupe al suelo donde todo se llena de sangre.
  Jhericó mira la escena sin hacer ruido alguno pero en su interior busca respuestas a preguntas que él mismo se está haciendo desde que ha visto al Ser y algo detrás suyo le despeja todas las incógnitas de golpe: en su nuca siente el aliento de algo que está a punto de atacarle.

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