domingo, 12 de julio de 2020

Ruido de fondo

Monje, Figura, Relajado, Religión


Un alfaquí se dispuso a dar una charla en el patio de la mezquita como cada día. Enseguida se llenó de curiosos para oír sus palabras pues era muy conocido y todos querían participar de su sabiduría. Plácidamente acomodó su manta sobre un murete de piedra que hacía al mismo tiempo de apoyo al contrafuerte de la alta torre del minarete, delimitando el patio, justo al frente de la fuente de siete chorros en la que las mujeres se afanaban por llenar sus cántaros de agua.

    En cuanto comenzó a tomar asiento en su mugrienta manta todos dejaron sus labores y paseos tomando acomodo para escuchar las palabras de tan insigne figura, que asemejaba más una raspa de pescado que un esqueleto humano por lo poco que abultaba.

    El alfaquí comenzó a mirar a su alrededor con suma complacencia pues todos callaban a la espera de sus palabras. Con sumo cuidado comenzó a sentar su escuálido cuerpo y como si fuese lo más fácil del mundo, plegó sus posaderas sobre sus piernas como si de un fleje se tratara, levantando el murmullo de los allí congregados por lo difícil que debía ser completar esa sentadilla sin perder el equilibrio. Vista la reacción de los discípulos, que esperaban con ansias sus palabras, ante la flexibilidad y armonía de su esquelético cuerpo y su sentadilla, volvió a levantarse con tanta gracia y enjuta seguridad que todos le aplaudieron con una sonrisa la ocurrencia de tan insigne alfaquí.
    ¡Hasta siete veces lo hizo para deleite de los presentes! 
    Ya cansado recogió los pocos bártulos que tenía, incluida la manta, para marcharse, en estas estaba cuando escuchó el abucheo de alguien que estaba entre los asistentes pero estaba tan cansado que nada le detuvo y se marchó con un flaqueo de piernas que más parecía un muelle recién soltado de su anclaje que los huesos recubiertos de pellejo que a malas penas le podían transportar.
    Al día siguiente, y ya repuesto del esfuerzo del día anterior, el insigne alfaquí volvió a la plaza de la mezquita siguiendo el ritual de siempre hasta que se vuelve a sentar y todos se asombran por la forma que toman sus piernas al sentarse, que más parecieran unas tijeras cerrándose sobre sí mismas ante la falta de músculo alguno. Pero esta vez nadie sonrió ni tampoco aplaudió la difícil postura, no fuera a ser que el alfaquí les volviera a dar un recital de encontronazos osarios en manta mugrienta.
    Comenzó la disertación enjuiciando los nuevos hábitos culinarios a los que sus paisanos habían sucumbido dejando sus cuerpos orondos y satisfechos, dejando atrás la meditación y abstinencia tan arraigada en su cultura, ya bien por la pobreza y falta de alimentos o por una religión que aprovechaba esa circunstancia para ensalzar el espíritu al más alto nivel de acercamiento al Nirvana y para ello el cuerpo cuanto más liviano de peso más puede ascender de consciencia. 
    Al término de tan sentida charla culinaria todos aplaudieron a tan distinguida figura con furor mientras sus estómagos, llenos, daban la energía necesaria para labor tan gratificante. Seguidamente el 
alfaquí recogió sus bártulos a la vez que los afectos de sus parroquianos, pero he ahí que uno de ellos velado entre la multitud le abuchea; pero como el día anterior hace caso omiso de los abucheos y se marcha, nos sin antes alzar la mirada en busca del molesto parroquiano que por segunda vez discrepó de su actuación de forma tan sonora, dejando en su interior un resquemor liviano pero no por ello pasajero.
    Y así discurrió el tiempo en que a cada actuación del susodicho alfaquí se correspondía un abucheo final a sus palabras por alguien oculto entre los oyentes. Nada parecía hacerle cambiar de opinión, para enfado ya manifiesto de tan insigne disertador que, al término de cada actuación, ya buscaba desde su atalaya a tan fastidioso pupilo en alas de conocer los motivos que le llevaban a mostrar su desacuerdo de tan malas formas, que ya empezaban a sacarle de quicio a pesar de que era una persona pacífica y muy respetuosa con el sentir de los demás.
    Así que al día siguiente, ni corto ni perezoso comenzó su disertación llamando la atención sobre aquellas personas que nunca están contentas con nada y suelen abuchear todo cuanto se les ofrece de forma altruista. Y ya ni que hablar si hay que pagar algo, pues el gasto lo hacen en su propio beneficio, sin el acicate de socorrer a los demás o simplemente cumplimentar su labor social, dando algo de lo que le sobra en sus bolsillos a quien altruistamente le ofrece amparo espiritual.
 
      -Ay de aquellos que no contentos con su propia vida se atreven a cuestionar la de sus convencinos abucheando una y otra vez todo cuanto se comparte por parte de ellos y más aún cuando se hace de forma altruista para "excelsus" incólume de aquellos que sí escuchan para crecer en el conocimiento divino...

    En estas estaba el disertador cuando se levantó un parroquiano alzando su mano para pedir su intervención ante la extrañeza de todos. No era cosa común en este tipo de eventos interrumpir y aún menos pedir la palabra. El disertador acuciado por las miradas de los intrigados parroquianos dió la palabra a tan extraño personaje que se ampara en el anonimato ocultando su cara con el turbante a modo de mascarilla. 

     -Maestro no le haga caso a esa gente que no quiere escuchar... - y cuando todos ovacionaron sus palabras, acomodó sus manos en la boca a modo de bocina y soltó un "Prrrfz" con la consiguiente risotada por la ocurrencia y que terminó con el nazarí encolerizado dando saltos y despotricando a diestro y siniestro de personaje tan incómodo.

    Entonces el sabio vio una luz que pasó desapercibida por todos los presentes pues hay revelaciones que solo las personas con esa capacidad son las destinadas a verlo.

     -Silencio -pidió el insigne nazarí, y la plaza enmudeció quedando todos atentos a su palabra- Si nos quedamos con el ruido, la palabra no tiene sentido; pues esta ha sido pronunciada para revelarnos la verdad para que ella habite en nuestro cuerpo y con ello ennoblezca nuestra alma...

   Toda la plaza quedó enmudecida y los feligreses con sus cabezas gachas en señal de respeto. El nazarí esperó por un tiempo la réplica del quisquilloso sujeto pero esta no llegó a producirse. Entonces el sabio nazarí continuó con la palabra, dignificando el sentido de la vida espiritual contra la banalidad y el ruido de fondo de la vida mundana.