La noche me había sorprendido en medio de ninguna parte y los ruidos nocturnos comenzaban a medrar mis escasas fuerzas. Miré en derredor escudriñando cualquier resguardo que se me ofreciera con la escasa luz que aún se me ofrecía a la vista. No muy lejos de donde me encontraba, un camino hacía su requiebro perdiéndose en la negrura, me envalentoné y corrí para situarme en ralo privilegio encima de una roca que hacía de testigo siguiendo un camino que se me antojaba de parada y posta.
El frío pronto me tenía tan aterido que más pareciera un mimo descoyuntado que el hombre perdido en medio de la noche. El camino estaba muy limpio, llano y libre de empedrado así que más temprano que tarde alguien debería pasar junto a mi atalaya y entonces saltaría sobre el carromato y todos mis miedos se disiparían al ponerme a salvo. En ello estaba cuando los cascos de lo que intuía un caballo, se comenzaban a oír cada vez con más insistencia; me acuclillé para saltar en medio de la oscuridad, el frío y el mucho miedo que yo mismo me había metido en el cuerpo. Cuando intuí que el traqueteo del que provenía el ruido estaba bajo mi atalaya, salté a la aventura y lo único que encontré, y por ende a donde pude agarrarme, fue un rabo de un animal, tan grande como la coz que me atizó en plena nalga y, como estaba agarrado al rabo, la inercia hizo que mi cuerpo quedara de nuevo al alcance de tan certero pernil, así que, magullado allí donde la espalda pierde su razón de ser, me solté de la liana de hueso y carne para caer en el duro camino y casi perder el conocimiento.
Para cuando me pude levantar, un carruaje se acercó con tanta rapidez que casi se me lleva por delante, eso sin incluir el latigazo que me arreó el cochero gritando algo parecido a que yo era un asaltador de caminos, y no se lo tengo en falta, pues las pintas que a estas alturas llevaba no eran, quizás, las más adecuadas para estar en medio de un camino.
En vistas de mi éxito, me aparté del camino lo suficiente para que el próximo carro no se me llevara por delante, pero quedando a salto de mata por si pudiera cogerme a su parte de atrás sin ser visto. pues ya había comprobado que en la noche nadie iba a parar para auxiliar a un extraviado en medio de la oscuridad.
Volvieron los ruidos de cascos y con ellos mis escozores allá donde me habían flagelado así que con sumo cuidado me aposté junto a la roca y, cuando hubo pasado el carromato, me situé detrás de él, pero también delante del perro que auxiliaba al cortejo y éste me dejó sin pantalones, amén del latigazo que me arreó el arriero pensando que estaba haciendo daño a su can, cosa que al final agradecí pues el dichoso hijo de perra me soltó para unirse en bendita comunión a su amo mientras les veía perderse por el camino.
Magullado, dolorido y con el sentimiento de que todo iba a salirme mal esta noche, me enderecé como pude para poder seguir el dichoso camino que ya se me estaba atragantado, cual fue mi sorpresa al ver, junto al requiebro del camino, una posada con sus luces y todo. No la había visto porque no miré en esa dirección ni una sola vez, me obcequé con el camino y no advertí de otras posibles salidas. Una lágrima asomó por mi pupila junto a una sonrisa que se transformó en mueca de dolor cuando comencé mi peregrinaje a tan conmovedora visión para mis ojos.
Interesante relato.
ResponderEliminarUn abrazo.